Aquellos maravillosos años (y sus talleres)
Quiero que vuelvan aquellos maravillosos ochenta. Esa época en la que yo era estudiante, y mientras sonaba Michael Jackson en la radio y estrenaban Cazafantasmas en el cine (Who you gonna call!? Ghostbusters!), yo fantaseaba con clases de filosofía en las que no organizaran actividades complementarias sobre la época medieval (siempre me cayó gordo San Agustín) o clases de matemáticas que borraran del temario las inenarrables integrales.
Digo más, teníamos un profesor de geografía (Jorge, eras un crack) que fue el primer recuerdo que tengo de ideas como ‘cooperación al desarrollo’, ‘personas refugiadas’ o ‘deuda externa’. Organizaba actividades complementarias de todo tipo de cosas: reciclaje, deuda externa, cooperación... Gracias a ellos conocí a personas de ONG que habían trabajado como cooperantes en sitios como Asia o África, y quizá sin ellos mi interés por los derechos humanos no sería el que es.
Si hubiera tenido un padre y una madre contrarios a que se acojan personas refugiadas –por ejemplo– y el llamado pin parental hubiera existido, nunca hubiera ido a esas actividades. ¿Se hubieran respetado mis derechos? Claramente, no. De hecho, se hubiera vulnerado mi derecho a recibir una educación que me ayude a detectar y combatir la discriminación y defender los derechos humanos, y de paso me hubieran robado la posibilidad de decidir por mí mismo lo que me parece que es correcto y lo que no.
© Francisco Ruano
¿Decidir por mí que voy a ser intolerante? No, gracias
En ese mismo colegio teníamos dos casos de bullying de manual. Uno de ellos era un compañero que sufrió insultos y amenazas por ser homosexual durante años. Yo me unía al grupo de acosadores a veces. Ningún profesor paró aquello, y nadie externo vino nunca a hablarnos del tema. Nunca pensé hasta años después sobre el sufrimiento de ese chico y su familia durante todo ese tiempo. Ojalá alguna organización hubiera venido a darnos un taller sobre el tema, ojalá.
Nadie (tampoco mi familia) tiene derecho a impedir que tenga herramientas para detectar (e intervenir) cuando algo así está pasando. La libertad de las familias no puede estar por encima del derecho de niños/as y adolescentes de recibir herramientas que les permitan identificar y combatir situaciones de discriminación en su vida diaria. Dicho de otro modo, ser padre o madre de alguien no nos da derecho a transmitirle nuestros prejuicios y discursos de odio.
Relacionado con esto, no olvidemos que en 2009 el Tribunal Supremo ya dictaminó que no cabía la objeción de conciencia de las familias a la antigua asignatura de educación para la ciudadanía y que cursarla era obligatorio.
¿Y fuera de España qué dicen?
A veces, las polémicas lo son menos cuando nos elevamos unos metros del suelo, escapamos de nuestro entorno y vemos un poco más allá. Alrededor de veinte países europeos incluyen formaciones y actividades sobre derechos humanos de forma habitual en su horario lectivo, y sin gran polémica. Por si esto fuera poco Naciones Unidas, Parlamento Europeo y el Consejo de Europa (ninguna se caracteriza por ser un nido de extremistas, reconozcámoslo) han recomendado repetidas veces a España incluir en horario lectivo contenidos sobre mujer, diversidad, no discriminación y otras cuestiones.
Los derechos humanos son una correa de transmisión que nos hace mejores cuando se respetan. Y cuando alguien decide que tiene la libertad de no cumplirlos, eso tiene consecuencia para todos y todas. O como dijo mi queridísimo @juanpisuerga hace algunos días en Twitter:
‘Si tu hijo no se vacuna, se lo puede pegar al mío. Si a tu hijo no le educan contra la homofobia, puede pegar al mío’