En los libros de texto de Literatura en España no encontramos referencias a una mujer escritora hasta el siglo XVI con Santa Teresa de Jesús, en cuyo honor se celebra el Día de las Mujeres Escritoras el lunes más cercano a su festividad, el 15 de octubre. Sus nombres no aparecen en nuestros apuntes no porque no existieran sino porque no han sido incluidos. Un ejemplo más de invisibilidad y de brecha de género.
A ello hay que sumar las trabas que las mujeres se han encontrado a lo largo de la historia para poder escribir. Sus obras eran consideradas “textos menores” por el simple hecho de estar escritos por una mujer. Muchas escritoras se vieron obligadas a firmar con un seudónimo masculino, con el nombre de sus maridos o de forma anónima para no ser ninguneadas o no ser rechazadas en el mundo editorial.
Este es el caso de Cecilia Böhl de Faber y Larrea (1796-1877), que usó el seudónimo de Fernán Caballero en un momento en el que no era fácil publicar bajo el nombre de una mujer. Como Fernán Caballero publicó sus primeras novelas convirtiéndose en pionera de la narrativa moderna en España.
En otras ocasiones, las escritoras usaban seudónimos para no verse expuestas a un juicio social al no cumplir con su “papel”, que no era el de escribir sino el de estar en casa y tener descendencia. ¡Como si la literatura no pudiera ser asunto de una mujer! A la poeta Rosalía de Castro (1837-1885) le decían que debía dejar la pluma y dedicarse a zurcir los calcetines de su marido.
La famosa novela Cumbres Borrascosas fue publicada bajo el seudónimo de Ellis Bell cuando en realidad era Emily Brontë (1818-1848). La novelista Amandine Dupin (1804-1876), considerada como una de las escritoras más notables del romanticismo francés, escribía como George Sand. seudónimos como Gabriel Luna o Perico el de los Palotes están detrás de la escritora y periodista Carmen de Burgos y Seguí (1867-1932).
Tampoco hay que irse muy lejos en el tiempo con algunos ejemplos. La escritora J.K. Rowling (1965-), autora de los libros de Harry Potter, decidió usar las siglas J.K evitando mencionar su nombre de mujer, Joanne, aconsejada por sus primeros editores. ¿Por qué? Porque consideraban que Harry Potter estaba dirigido a lectores masculinos que podrían tener prejuicios al leer una saga como esta escrita por una mujer.
Varias obras de la escritora y dramaturga María Lejárraga (1874-1974), como la famosa Canción de cuna, fueron asumidas por su marido como propias. A la muerte de este, Lejárraga reivindicó su trabajo en su autobiografía Gregorio y yo. No fue un caso aislado. Hay otros como el de la francesa Sidonie-Gabrielle Colette (1873-1954). Su marido suplantó su autoría en la saga de novelas de Claudine. Mientras ellas hacían el trabajo, ellos se llevaban los halagos de la crítica.
Una crítica literaria que no se creía que Frankenstein fuera escrita por una mujer. La primera publicación de este best seller no llevaba nombre y su autora, Mary Shelley (1797-1851), decidió revelarlo en la segunda edición, algo que causó confusión dentro del mundo literario que insistía en que había sido escrito por su marido. Algo similar pasó con la novela Adam Bede elogiada en un primer momento y criticada negativamente tras conocer que era una mujer, Mary Ann Evans (1819-1880), la que estaba tras la firma de George Eliot.
Escritoras que usaron seudónimo para firmar sus obras señalaron a posteriori que así se sentían más libres al ser leídas sin prejuicios y en igualdad de condiciones.
“Me atrevería a aventurar que Anónimo, que tantas obras ha escrito sin firmar, era a menudo una mujer”, decía Virginia Woolf, en su libro Una habitación propia. Y no iba mal encaminada. Ahora tenemos la oportunidad de romper esta dinámica porque aquello que no se nombra no existe. No dejemos en el olvido a las mujeres escritoras.